jueves, 9 de junio de 2016

Pizza, ciencia y mi tío Alberto

Hoy a la mañana, en el intervalo de una clase que estaba dando recibí un mail que me cambió el día. Uno de mis alumnos me contaba que el manuscrito que habíamos corregido y re-enviado a una revista, había sido aceptado.
No es un artículo más. Posiblemente sea uno de los mejores de los que he participado.
Pero hay algo más importante: es un artículo que tiene una historia personal.
A mediados del 2013 estábamos pasando las vacaciones de invierno en Buenos Aires. Dos días antes de volver para Brasil me llama mi vieja llorando para decime que mi tío Alberto tenía cáncer. Con el pasar de los días supimos que el cáncer era terminal.
Y en ese momento también supe que el reloj estaba en cuenta regresiva y que lo único que podía hacer, lo poco que estaba al alcance de mis manos era estar el mayor tiempo posible con mi tío.
Empecé a viajar a Buenos Aires algunos fines de semana. El viernes a la tarde, cuando terminaba de dar clases iniciaba un periplo que finalizaba a las 11:00 de la mañana del sábado, cuando llegaba a Buenos Aires. Me quedaba hasta las 11:30 del domingo y llegaba a Brasil a las 7 de la mañana del lunes, a tiempo de dar otra clase.
Hice muchas veces este viaje. Yo lo disfrutaba y creo que mi tío también. Pudimos algunas veces tomar vino, comer pizza enviada desde la mítica pizzería Angelin, reírnos y hablar de ciencia, ya que él también era del ramo. Mucho tiempo después, me di cuenta que con mi tío a veces conseguía recuperar la cualidad infantil de vivir el momento, ese diferencial de tiempo entre el pasado y el futuro que insiste en escaparse.
En el viaje de vuelta para Brasil hacía escala en Montevideo. Tenía la gratificante costumbre de comerme una pizza y tomar cerveza en el bar de la estación mientras esperaba la salida del ómnibus.
Una vez volvía de visitar a mi tío un domingo que jugaban Barcelona-Real Madrid. Tenía todo calculado y los horarios me coincidían perfectamente: podría ver el partido en las pantallas de los varios televisores del bar, comer pizza y, por sobre todo, ver a Messi.
Al llegar al bar ocurrió el primer problema: los televisores no pasaban el partido. Rápidamente saqué mi laptop. Ya tenía la seña del wifi del bar y sólo tenía que navegar en Internet para encontrar algún bucanero que colgara el partido. Ahí apareció el segundo problema: la wifi no funcionaba.
Faltaban 4 horas para que el micro saliera rumbo a Brasil.
Por el simple hecho que no tenía nada que hacer empecé a analizar unos datos de un trabajo que estábamos haciendo con un alumno y otros colaboradores. Y se dio que encontré una relación que era interesante. En ese momento me entusiasmé: pedí la pizza, la cerveza y continué con mis análisis. El tiempo pasó rápido.
Ese día supe que teníamos el germen de un buen trabajo. Y me di cuenta que en cierto punto era consecuencia de una larga serie de eventos que me llevaron a trabajar aún cuando ese día no tenía la menor intención de hacerlo: el cáncer de mi tío Alberto, el cronómetro andando, los viajes para verlo, el clásico Barcelona-Real Madrid, el wifi sin funcionar, la emoción que siempre nos acompaña cuando encontramos algo nuevo, y la pizza del bar.
Nos llevó mucho tiempo terminarlo: era (es) un tema nuevo para nosotros y eso siempre conlleva una curva de aprendizaje empinada. Pero fue fácil escribir los agradecimientos, era obvio que el trabajo tenía que ser dedicado a mi tío científico.
La ciencia suele contar fascinantes historias de hechos, teorías y controversias. Y no cuenta, no es su objetivo, las historias personales de los científicos.
Pero estas historias existen y a veces, por causa de dolores de partidas y enfermedades malditas, nos ligan emocionalmente a trabajos que -teóricamente- son puro intelecto.
Intelecto que puede ser movido a pizza.


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