Hoy
a la mañana, en el intervalo de una clase que estaba dando recibí
un mail que me cambió el día. Uno de mis alumnos me contaba que el
manuscrito que habíamos corregido y re-enviado a una revista, había
sido aceptado.
No
es un artículo más. Posiblemente sea uno de los mejores de los que
he participado.
Pero
hay algo más importante: es un artículo que tiene una historia
personal.
A
mediados del 2013 estábamos pasando las vacaciones de invierno en
Buenos Aires. Dos días antes de volver para Brasil me llama mi vieja
llorando para decime que mi tío Alberto tenía cáncer. Con el pasar
de los días supimos que el cáncer era terminal.
Y
en ese momento también supe que el reloj estaba en cuenta regresiva
y que lo único que podía hacer, lo poco que estaba al alcance de
mis manos era estar el mayor tiempo posible con mi tío.
Empecé
a viajar a Buenos Aires algunos fines
de semana. El viernes a la tarde, cuando terminaba de dar clases
iniciaba un periplo que finalizaba a las 11:00 de la mañana del
sábado, cuando llegaba a Buenos Aires. Me quedaba hasta las 11:30
del domingo y llegaba a Brasil a las 7 de la mañana del lunes, a tiempo de dar
otra clase.
Hice
muchas veces este viaje. Yo lo disfrutaba y creo que mi tío también.
Pudimos algunas veces tomar vino, comer pizza enviada desde la mítica
pizzería Angelin, reírnos y hablar de ciencia, ya que él también
era del ramo. Mucho tiempo después, me di cuenta que con mi tío a veces conseguía
recuperar la cualidad infantil de vivir el momento, ese diferencial
de tiempo entre el pasado y el futuro que insiste en escaparse.
En
el viaje de vuelta para Brasil hacía escala en Montevideo. Tenía la
gratificante costumbre de comerme una pizza y tomar cerveza en el bar
de la estación mientras esperaba la salida del ómnibus.
Una
vez volvía de visitar a mi tío un domingo que jugaban Barcelona-Real
Madrid. Tenía todo calculado y los horarios me coincidían
perfectamente: podría ver el partido en las pantallas de los varios
televisores del bar, comer pizza y, por sobre todo, ver a Messi.
Al
llegar al bar ocurrió el primer problema: los televisores no pasaban
el partido. Rápidamente saqué mi laptop. Ya tenía la seña del
wifi del bar y sólo tenía que navegar en Internet para encontrar
algún bucanero que colgara el partido. Ahí apareció el segundo
problema: la wifi no funcionaba.
Faltaban
4 horas para que el micro saliera rumbo a Brasil.
Por
el simple hecho que no tenía nada que hacer empecé a analizar unos
datos de un trabajo que estábamos haciendo con un alumno y otros
colaboradores. Y se dio que encontré una relación que era
interesante. En ese momento me entusiasmé: pedí la pizza, la
cerveza y continué con mis análisis. El tiempo pasó rápido.
Ese
día supe que teníamos el germen de un buen trabajo. Y me di cuenta
que en cierto punto era consecuencia de una larga serie de eventos
que me llevaron a trabajar aún cuando ese día no tenía la menor
intención de hacerlo: el cáncer de mi tío Alberto, el cronómetro
andando, los viajes para verlo, el clásico Barcelona-Real Madrid, el
wifi sin funcionar, la emoción que siempre nos acompaña cuando
encontramos algo nuevo, y la pizza del bar.
Nos
llevó mucho tiempo terminarlo: era (es) un tema nuevo para nosotros
y eso siempre conlleva una curva de aprendizaje empinada. Pero fue
fácil escribir los agradecimientos, era obvio que el trabajo tenía
que ser dedicado a mi tío científico.
La
ciencia suele contar
fascinantes historias de hechos, teorías y controversias. Y no
cuenta, no es su objetivo, las historias personales de los
científicos.
Pero
estas historias existen y a veces, por causa de dolores de partidas y
enfermedades malditas, nos ligan emocionalmente a trabajos que
-teóricamente- son puro intelecto.
Intelecto
que puede ser movido a pizza.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario