Estamos todos nuevamente respirando
fútbol, haciendo cálculos de cruces de octavos de final, haciendo
proyecciones de lo que pasará en las elecciones en Brasil si no
logra el hexa, de si el costo de los estadios se justifica, si es
lógico que Argentina haya jugado contra el poderoso scratch bosnio
con un 5-3-2. Entre toda esta mezcla de discusiones y emociones,
surge límpida la certeza: la alegría del fútbol es efímera. Aún
cuando Argentina salga campeón (no lo veo probable) y Messi se
consagre finalmente como héroe en la selección, es claro que no se
compara con el día vivido hacer 8 años. Y, justamente por eso, sigo
estando indemne a los avatares de la albiceleste, pase lo que pase.
Mi hija hoy patina,
danza, hace karate y ríe, casi siempre. No vive la vida con mesura,
la toma por asalto como los famosos piratas de Sandokan. Es inquieta,
le encanta leer. Claramente ya es una noctámbula empedernida. Y
disfruta, sobre todo disfruta cada cosa que hace con la impunidad de
la infancia, presente
sin tiempo.
La veo y se que
seguiré frente al televisor en todos los partidos de Argentina,
gritaré los goles, pero con una mesura, con una cierta distancia que
no habla tanto de mi civilidad o
pose sino
más de mi nueva vida, una que empezó hace exactamente ocho años.