La otra noche había culminado con
éxito un asado hecho con leña. Como todos me habían dicho, es
mucho más rico que al carbón. Los chorizos salieron bien y los
espetinhos de corazón estaban en el punto justo. Además había
conseguido encender el fuego y tener brasas sin los problemas de la
primera vez. Estaba satisfecho de mi desempeño parrillero.
Cuando se fueron nuestros amigos, mi
hija pidió que me acostara con ella en medio del patio a ver las
estrellas.
Es sabido por todos, pero vale la pena
repetirlo: nuestros hijos siempre nos llevan de la mano a dialogar
con nuestra propria infancia. Al lado de ella me vino al instante el
recuerdo de una noche con mi abuelo, sobre la cabina de su velero
anclado en un riacho del delta de Buenos Aires.
La noche era clara y tranquila. Mi
abuelo me contaba que la luz de las estrellas que veíamos habían
viajado largos años para finalmente impactar en nuestras retinas.
Recordaba una placidez perfecta, idéntica a la que ahora sentía con
mi hija.
Le he contado muchas cosas de mi
abuelo, sabe que tenía un Fiat azul, su color preferido. Creo que no
le conté que en ese Fiat había pegada en la guantera una estampa de
no se que santo de mirada desvalida. Mi
abuela era religiosa y quería una protección extra para mi abuelo,
sobre todo en una época en la que los coches no tenían airbags ni
frenos ABS.
Mi hija ha estado reflexionando
bastante sobre la muerte los últimos tiempos. Motivos no le faltan:
en el 2014 murieron dos perras, una de las cuales ella pidió que la
enterráramos en nuestro jardín. Y murió mi tío, una muerte que
creo que nadie de mi familia ha terminado de digerir.
Mirando el cielo mi hija me dijo: “una
estrella es el abuelo, la otra es tu tío y las otras dos son
nuestras perras”. La noche, repentinamente, fue cubierta de
reflexiones. Pensé que la cosmogonía de mi hija era inclusiva:
perros y humanos brillaban juntos, al unísono. También pensé que
tanto a mi suegro como a mi tío les gustaban los perros, así que
imaginé que debían estar disfrutando del
resplandor canino. Me dijo que extrañaba a los cuatro. Le respondí
lo que casi todos responden: que los seres queridos pasan a vivir en
nuestros recuerdos cuando mueren. Y mi
hija, una vez más, me sorprendió con otra conclusión: “entonces
cuando los que los recuerdan mueran ellos también mueren”.
Y creo que tiene razón y explica (me
explica) la importancia de las tradiciones orales, las historias que
continuamos a contar, la necesidad vital, el hilo
que no debe cortarse cueste lo que cueste.
Mi abuelo del Fiat azul. Mi suegro arrastrado por nuestro primer
pastor alemán una vez que lo había sacado a pasear. La perra que
adoptamos porque pasó por debajo del portón de nuestra casa. El
teléfono que sonó un lunes de junio de 2006 avisando que había una
niña en camino. El padre de la niña rezando arrodillado con un
rosario durante la definición por penales de Argentina-Holanda en el
mundial de Brasil, una escena patética que sólo el fútbol
justifica.
Hay historias que mi hija vive y hay
otras que vivimos nosotros, sus padres, su família, sus amigos. Y
todas, de una forma u otra, hacen que todos sigamos viviendo.
Parece entonces que las estrellas
seguirán brillando mientras haya recuerdos que las mantengan firmes
en su eterno resplandor.