miércoles, 29 de abril de 2015

Reflejos estelares de los que ya no están

La otra noche había culminado con éxito un asado hecho con leña. Como todos me habían dicho, es mucho más rico que al carbón. Los chorizos salieron bien y los espetinhos de corazón estaban en el punto justo. Además había conseguido encender el fuego y tener brasas sin los problemas de la primera vez. Estaba satisfecho de mi desempeño parrillero.

Cuando se fueron nuestros amigos, mi hija pidió que me acostara con ella en medio del patio a ver las estrellas.

Es sabido por todos, pero vale la pena repetirlo: nuestros hijos siempre nos llevan de la mano a dialogar con nuestra propria infancia. Al lado de ella me vino al instante el recuerdo de una noche con mi abuelo, sobre la cabina de su velero anclado en un riacho del delta de Buenos Aires.

La noche era clara y tranquila. Mi abuelo me contaba que la luz de las estrellas que veíamos habían viajado largos años para finalmente impactar en nuestras retinas. Recordaba una placidez perfecta, idéntica a la que ahora sentía con mi hija.

Le he contado muchas cosas de mi abuelo, sabe que tenía un Fiat azul, su color preferido. Creo que no le conté que en ese Fiat había pegada en la guantera una estampa de no se que santo de mirada desvalida. Mi abuela era religiosa y quería una protección extra para mi abuelo, sobre todo en una época en la que los coches no tenían airbags ni frenos ABS.

Mi hija ha estado reflexionando bastante sobre la muerte los últimos tiempos. Motivos no le faltan: en el 2014 murieron dos perras, una de las cuales ella pidió que la enterráramos en nuestro jardín. Y murió mi tío, una muerte que creo que nadie de mi familia ha terminado de digerir.

Mirando el cielo mi hija me dijo: “una estrella es el abuelo, la otra es tu tío y las otras dos son nuestras perras”. La noche, repentinamente, fue cubierta de reflexiones. Pensé que la cosmogonía de mi hija era inclusiva: perros y humanos brillaban juntos, al unísono. También pensé que tanto a mi suegro como a mi tío les gustaban los perros, así que imaginé que debían estar disfrutando del resplandor canino. Me dijo que extrañaba a los cuatro. Le respondí lo que casi todos responden: que los seres queridos pasan a vivir en nuestros recuerdos cuando mueren. Y mi hija, una vez más, me sorprendió con otra conclusión: “entonces cuando los que los recuerdan mueran ellos también mueren”.

Y creo que tiene razón y explica (me explica) la importancia de las tradiciones orales, las historias que continuamos a contar, la necesidad vital, el hilo que no debe cortarse cueste lo que cueste. Mi abuelo del Fiat azul. Mi suegro arrastrado por nuestro primer pastor alemán una vez que lo había sacado a pasear. La perra que adoptamos porque pasó por debajo del portón de nuestra casa. El teléfono que sonó un lunes de junio de 2006 avisando que había una niña en camino. El padre de la niña rezando arrodillado con un rosario durante la definición por penales de Argentina-Holanda en el mundial de Brasil, una escena patética que sólo el fútbol justifica.

Hay historias que mi hija vive y hay otras que vivimos nosotros, sus padres, su família, sus amigos. Y todas, de una forma u otra, hacen que todos sigamos viviendo.

Parece entonces que las estrellas seguirán brillando mientras haya recuerdos que las mantengan firmes en su eterno resplandor.