Siempre tuve la sospecha de ser un
cavernícola, pero la confirmación la tuve manejando por Montevideo.
Íbamos paseando por la hermosa Rambla e invadí con el auto al pasar
por una senda peatonal sin advertir que una señora había empezado a
cruzar por ella. No me insultó pero me miró con infinito desprecio.
Me di cuenta que era un salvaje social: no estaba en mis reflejos de
conductor parar automáticamente al ver una senda peatonal.
Al volver a Brasil empecé a frenar
cuando veía cebras. No fue un proceso fácil, como no estaba
acostumbrado, solía frenar bruscamente. Al tiempo incorporé la
rutina de prender la luz intermitente para evitar que me chocaran los
que venían atrás.
Los peatones me miraban con desconfianza, como temiendo que acelerara si ellos cruzaban. Varios hacían un gesto de agradecimiento. Yo respondía con un breve gesto afirmativo, mi forma de comunicarles que estaba al tanto del contrato social que nos une.
Con el pasar de los días empecé a ver que el número de conductores que tenían la costumbre de frenar en la cebra iba creciendo. Digamos que al día de hoy no es todavía una conducta popular, pero tampoco es algo que hacemos cuatro locos.
La prueba definitiva de que algo está cambiando la tuve semanas después. Paré en una senda y el chico que la cruzó no me agradeció. Es más, ni siquiera me miró.
Me invadió una gran felicidad, porque los derechos no se agradecen, apenas se ejercen.