Es sabido que el nombre Johan(n)
predispone para grandes realizaciones humanas, sea para componer
músicas inolvidables que resisten el paso de siglos o para jugar al
fútbol con parámetros de belleza que -inevitablemente- lo acercan
al arte y hace que uno suponga (espere, imagine) que ahora, en el
cielo o donde sea, Johan y Johann compartan animadas tertulias
hablando de sus increíbles habilidades.
Mis memorias
más lejanas de Campeonatos Mundiales de fútbol se
remontan a 1970. En forma
borrosa recuerdo a mi querido tio Alberto gritar como un energúmeno
los goles de la maravillosa sinfónica
canarinha, regida por el maestro Pelé.
Sin embargo, el campeonato que tengo
presente con más detalles es
el de 1974, en donde ya contaba con maduros 10 años. En esa época
mis padres hacía tiempo que habían tomado una decisión radical: en
nuestra casa no había televisión. El objetivo de esta carencia era
impulsarnos hacia la lectura, un objetivo que fue logrado con la
comodidad adicional
de que nunca tuvieron que negociar y argumentar los tiempos
destinados para la lectura o la televisión. Esta
norma familiar en
época de Mundiales generaba una situación tensa: había que salir a
buscar vecinos con
televisores. Para mi fortuna en
el piso en
donde vivíamos, la vecina de enfrente, la amable señora Lucha,
tenía televisor y no le
importaba que un chico fuera a
ver Argentina-Holanda. Recuerdo
estar solo, sentado enfrente de
una mesa en
la que había té, galletitas y la televisión prendida.
Antes del inicio del partido hubo
intercambio de banderines entre el capitán de Holanda, el señor
Johan y el capitán de Argentina, mi muy admirado Perfumo, más
conocido como el Mariscal. Como
nota al margen debo decir que en
aquella época en
Buenos Aires se vendían unas figuritas muy especiales en
donde la cara de cada jugador estaba impresa sobre un pequeño disco
metálico. Estas
figuritas o “chapitas”
tan novedosas no estaban exentas de problemas, ya que era común cortarse los dedos cuando
jugábamos a ver quien las tiraba más lejos. En
particular, aquellos que utilizaban el estilo “lanzadera” para
jugar frecuentemente
tenían cortes en
el pulgar e índice. Gajes del oficio.
Perfumo era de Racing y su figurita lo
mostraba como era en la cancha: una mirada firme, oteando el
horizonte, con ciertas reminiscencias guevarianas y que no parecía
dejar mucho espacio para dudas. En mi lógica infantil Perfumo era
invencible. Y cuando intercambiaron los banderines no pude menos que
pensar que el pobre señor Johan no sabía con quien se metía.
A poco de empezar el partido me di
cuenta que los holandeses jugaban a otra cosa, no era el fútbol que
yo conocía. Los movimientos que hacían en la cancha eran
rapidísimos e indescifrables para los jugadores argentinos que los
sufrieron del principio al fin del partido. Mi entusiasmo se fue
desvaneciendo a medida que los goles iban entrando en el arco
defendido por Carnevali.
Fueron cuatro.
La querida vecina Lucha trató de
consolarme. No recuerdo lo que me dijo ni lo que le contesté, todas
mis fuerzas estaban concentradas en tratar de no llorar delante de
ella.
Desolado, volví
al departamento en donde vivía. Fui a mi cuarto y me acosté en mi
cama donde finalmente rompí a llorar con
esa amargura que los chicos tienen cuando empiezan a entender
que existe un mundo que es bastante diferente del que
sueñan.
Sabía que el resultado había sido
absolutamente justo: no hubo mala suerte, el referí no robó. Los
holandeses simplemente habían sido mejores, mucho mejores.
Pero, afortunadamente, la belleza
siempre seduce.
En ese mismo año de 1974, en el colegio organizamos un equipo de fútbol. Uno de nuestros compañeros
tenía el padre que vendía telas en el Once y nos ofreció regalarlas para hacer las camisetas. Y, a pesar
de la amargura y humillación mundialista sufrida,
todos estuvimos de acuerdo en que la camiseta tenía que ser de color naranja.
Porque todos queríamos jugar como los holandeses.
Hoy nuestro álbum de recuerdos ha
perdido figuritas importantes.
Se han ido, pero no del todo.
Porque está claro que aquella Holanda
del 74 era el germen del Barcelona de hoy, un equipo que insiste con
la idea de que el fútbol es cosa de artistas.
Y esa belleza me sostiene, y me trae
al instante una infancia intacta de Johan(n)es, Mariscales y chapitas.
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